POPÓ DE PARÍS
José Aramburo, mientras estaba reorganizando mi
cuarto en pos de seguir aplazando mi trabajo académico, me dio una excusa para
seguir en mi leisure.
Pude
desatar a partir de su “charla” todas unas ideas que tenía amarradas (pero no
tanto) sobre lo alcahueta que se vuelve el ejercicio académico uniandino- no
sólo en arte, sino en general-.
La cosa va más allá de pensar en lo
clasista que resulta el “Monito[1], qué pena[2], ¿le recojo[3]?” , sino que radica
también en que, al ignorar lo mal que está, uno dice, ay por eso estoy pagando
doce millones. Así sea por mecanismo de defensa, uno termina reduciendo todo a
términos de plata. Dinero![4]
Con Aramburo pasa algo parecido,
impone su definición de que el arte sigue siendo arte sin importar qué tan
basura sea lo que uno hace y qué tan fácil haya resultado hacerlo. Se va a
llamar “arte” igual y será condenado el que diga que no con la pregunta “¿qué
es el arte?”, no por si da la respuesta correcta o incorrecta sino porque
simplemente al tratar de responderla hará el ridículo irremediablemente. Para
salvarse de tan horrible martirio deberá responder no sé qué es el arte y
entonces aceptar que se dedica a algo inherentemente absurdo y:
-
Tomar
una actitud nihilista
-
Haciendo
esto le da la razón a Aramburo.
-
Deberá
aceptar que sólo está en arte para conseguir esposa.
-
Deberá
tratar de venderle basura a millonarios sin remordimiento.
De ahí que me parezca sorprendente que
Aramburo sea un artista con obra, y
que la gente que le compre sea gente con
criterio. Dura prueba para mis ideales de vida, tengo la gran tentación de
comprar un jet y vender popó recién importado de París y así ganarme la vida
parodiando un Aramburo. Pero no, no, no, creo que me toca alinearme entre las
niñas lindas de arte que quieren encontrar esposo (a Aramburo preferiblemente
para poder serle infiel) y si me va bien puedo llegar a ser tan odiada como una
profesora de historia del arte.
Inés
Arango Guingue.
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